EL TABACO Y LA FAMILIA
Dan unos golpes en mi puerta –el sonido del timbre me perturba-, abro y es Olga, vive cerca y viene a recoger lo que dejó para ella la amiga que nos une. Está fumando, bueno, seguramente no ha dado ni una calada en toda la ascensión hasta mi piso y aún sigue sin aliento para hacerlo, pero ha ido dejando la estela por la escalera. Le pido sonriendo que apague el cigarro, no se puede fumar ahí. Me dice: «No, si ya entro». ¿Ya entro? ¿Dónde, en mi casa? ¿Con el cigarro? «Es que en mi casa… no se puede fumar», añado. Me mira molesta. Viene con su hija de tres años. La niña lleva un pirulí puntiagudo. Olga lanza el cigarro con fuerza y pasan. Salgo, camino un par de metros y piso el cigarro para apagarlo. Un libro bellísimo del que otro día hablaré, Semillas Zen. Reflexiones de una monja Zen de Shundo Aoyama, recoge la enseñanza de un maestro de té japonés del siglo XVI; dice: «Ser el invitado con el corazón de un anfitrión; ser el anfitrión con el corazón de un invitado. La negligencia del invitado se convierte en la negligencia del anfitrión. La negligencia del anfitrión se convierte en la negligencia del invitado».
Creo que el ser humano nace incívico y se vuelve incívico. Después de unos años de esfuerzo, tratando de respetar a los demás como a uno le gusta que le respeten, viendo que no recibe a cambio lo mismo, acaba por desear ser incívico de nuevo. Basta ver los mandamientos milenarios, necesitamos reglas para una convivencia casi armoniosa: «No matarás, no robarás, honrarás a tu padre y a tu madre, amarás al prójimo como a ti mismo,…». A estas prohibiciones u obligaciones, se suma ahora «No fumarás en lugares públicos cerrados».
Cuando yo fumaba -en mis años de universidad- era un ser bastante incívico aún. Entonces se podía fumar en las facultades, en las aulas, e incluso mientras se daban las clases; por supuesto en el bar. Había gente a la que le molestaba, claro -aunque se quejaban poco-, pero a los que fumábamos no daba más bien igual y no le dábamos importancia al atentado contra la salud y los derechos ajenos que estábamos cometiendo. Comprendo a los fumadores, lo mejor de fumar era hacerlo mientras te tomabas tu café o tu copa. Ahora, en un bar, se ven bebidas solitarias que esperan mientras sus dueños fuman en la calle. Debe de ser que cuando nos quitan una costumbre parece que nos dejaran sin un derecho fundamental; así lo entiendo al oír algunas frases un poco exageradas: «…a los que no fuman nadie les obliga a entrar en los bares». Tampoco nos obligan a respirar, es verdad; el humo me llega hasta la cama desde la escalera y ni puedo abrir las ventanas en verano porque también lo hace desde alguna terraza o por el patio.
Olga rechaza lo que le ofrezco con un gesto ondulante de la mano, y se lanza a contarme aunque apenas me conozca. Su familia no aprueba que se haya separado; tengo que decir que su familia se reduce casi a unas tías octogenarias bastante machistas. «Todos parecen saber mejor que yo, sin querer escucharme, lo que me conviene». Parece muy afectada; no deja de estrujar el paquete de tabaco. El ser humano es también un ser necesitado de apoyo -si seguimos sumando, un ser social, incívico y de costumbres-. Y es que el entorno social va dejando, como el que fuma, una estela a veces tan perniciosa como el humo del tabaco, y ese humo social que respiramos vuelve a quedar tras nosotros si no ponemos tesón en evitarlo. La niña me planta el pirulí en los pantalones y Olga tira de ella bruscamente y la reprende con excesiva dureza. «No importa», le digo. Realmente no me importa; otra cosa sería que me lo hubiera clavado en un ojo.
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