"Basta ser despiadadamente leal con uno mismo para que la vida vaya encajando".
J. Carlos Onetti
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-Lady Macbeth empapada en clorofila... -repitió al sentarse; me apretó una mano mientras sonreía, un poco borracho, brillante-. Yo soy aquel que siempre será encontrado aguardando en el lugar oportuno, para bien o para mal. Tal vez lo presintiera: le estuve hablando de ti. -Se volvió a la mujer, que encajaba un cigarrillo en la boquilla-. Éste es Brausen, querida, mi amigo. Pero esta noche, para desmentirme, está aquí y borracho.
La vida breve, J. Carlos Onetti
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Es, exactamente, esto: «Me puso el billete en la mano mientras me besaba y mientras me cerraba el puño y me empujaba afuera dijo que tratara de ser feliz con ese dinero ya que ella no podía hacerme feliz de otra manera. Así que yo estuve inmóvil y solo en el jardín, junto a la puerta cerrada -un viento caliente y húmedo, la ambición de los árboles contra las nubes blancas y delgadas que corrían sobre la luna-, haciendo sonar el billete entre los dedos, mezclando ese crujido con el recuerdo, la probable intención de lo que ella había dicho, hasta que llegué a creer que las palabras estaban allí, escritas en el papel, rodeadas, protegidas y corrompiéndose en el sudor de mi mano».
Juntacadáveres, J. Carlos Onetti
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Ahora, en la incompleta reconstrucción de aquella noche, en el capricho de darle una importancia o sentido históricos, en el juego inofensivo de acortar una velada de invierno manejando, mezclando, haciendo trampas con todas estas cosas que a nadie interesan y que no son imprescindibles, llega el testimonio del barman del Plaza.
Acepta que una noche de lluvia, durante aquel invierno, un hombre coincidente con la descripción de Larsen que le fue proporcionada, abundante, contradictoria en ciertos puntos porque los entusiasmos variaban, se acercó al mostrador y preguntó si el señor Jeremías Pretus paraba en el hotel.
«Era una palabra vieja y por eso dejé de pensar en el Simmons Fizz y lo miré dos veces. Ya casi todos dicen alojarse o encontrarse; y algunos de la Colonia, hombres hechos, que tal vez no hayan nacido aquí, estar de paso. Éste decía parar, sin sacarse las manos de los bolsillos del sobretodo, ni tampoco el sombrero; no había dado las buenas noches o no se las oí (...)».
El astillero, J. Carlos Onetti
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No sé, exactamente, cuándo decidí aceptar irremediable la necedad humana, Santa María, Lavanda, el resto del mundo que ignoraría siempre. Abstenerme de contradecir. No sé cuándo aprendí a saborear silencioso mi total desavenencia con varones y hembras. Pero mi encuentro con Quinteros-Osuna, con su estupidez poderosa, con su increíble talento para ganar dinero, me produjo un desenfreno, me obligó a aceptar con entusiasmo aquella forma de imbecilidad que él me reconocía, con elogios exagerados, casi envidiosos. Por eso dije que sí a todo y agregué detalles, retoques, perfecciones.
Dejemos hablar al viento, J. Carlos Onetti
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Con sus veinte años, el mismo tono respetuoso y protector del ferretero, la misma manera tranquila y seca, los ojos desviados, una mano pellizcando la otra. La misma fe en los principios, en el éxito. Él también había descubierto el simple secreto aritmético de la vida, la fórmula del triunfo que sólo exige perseverar, despersonalizarse, ser apenas.
Para una tumba sin nombre, J. Carlos Onetti
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Mientras estuvo la mujer de los anteojos de sol no llegaron los sobres escritos a mano ni los de papel madera. Vivían en el hotel, y el hombre no volvió al depósito de basuras ni a la casita de las portuguesas; paseaban tomados del brazo, alquilaban caballos y cochecitos, subían y bajaban la sierra, sonreían alternativamente, endurecidos, sobre fondos pintorescos, para fotografiarse con la Leica que se había traído ella colgada de un hombro.
Los adioses, J. Carlos Onetti
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Bergner levantó los años de su duro sillón de madera, contempló el crucifijo de marfil, pulido, muerto, sin clavos ni lanzazos, sin sufrimiento; deslizó los dedos por los lomos sombríos de la biblioteca, demoró mirando los títulos y volvió a sentarse lentamente, con una mueca dolorida.
Suspiró cansado y cruzó los dedos sobre el vientre. El muchacho no se había movido; con las manos achatadas sobre la mesa, dejaba que la negrura de la tricota trepara lenta y tenaz oscureciéndole la cara.
La muerte y la niña, J. Carlos Onetti
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Estábamos en una habitación reducida, amueblada como el despacho de un profesional próspero. Un escritorio en forma de riñón, como las piscinas de los venidos a más desde contrabandos o desde el amiguismo político. Sobre el escritorio, un gran recipiente de cristal abrumado por flores plásticas teñidas con los colores de nuestra bandera. Teléfono blanco, un vaso de cerámica donde desbordaban lápices, bolígrafos, papelitos garrapateados. El interfono, claro. Carpetas en pirámide.
Desde las paredes vigilaban un Sagrado Corazón, el Cristo de Velázquez y en un pequeño altar, circundada por velitas esmirriadas, nunca encendidas, una Virgen miraba hacia el techo. Creo haber visto un revistero junto a la butaca del escritorio renal.
Más allá había un arco en la pared con unas cortinas granates que formaban una puerta. Como si fuera un caballero, Serna se adelantó para separar las telas y darme paso.
Cuando entonces, J. Carlos Onetti
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-¿Cuántos años tenés? -preguntó a la figura de la chiquilina en el vidrio.
-Trece.
-Trece -repitió. «Y ahora me paro frente a una joyería a no sé qué horas de la noche. Lo mejor para no llamar la atención. ¿Por qué no habrán corrido la cortina de hierro?».
-Estoy resfriada -dijo ella-. No tengo pañuelo.
Buscó en los bolsillos y le alcanzó un pañuelo.
-Guardalo.
«La historia del pañuelo parece una seña; cada vez mejor. Unido por un cordón umbilical a una niña de trece años. En cuanto el judío abra la puerta la hago entrar de un empujón y desaparezco». Volvió a caminar y ella lo alcanzó enseguida, con aquel andar que parecía perfectamente la marcha de una niña de trece años, colocando a la vez toda la planta del pie en el suelo, doblando escasamente las rodillas.
-Esta es la calle -dijo en la esquina-. Por favor no salgas disparando si la cara del hombre no te gusta, si no te gusta que use corbata a rayas o la forma de los bigotes.
-No -dijo ella, moviendo la cabeza-. Aquel hombre no me gustaba y usted tampoco se quedó.
-Cómo me iba a quedar si te fuiste.
-¿Por eso no se quedó?
-Bueno, también por eso. No hables ahora. -«Y esa manera de no tutear, un poco burlona, y esa mansedumbre, tan segura de que no la voy a dejar como una vieja amante que sabe que quedan sobre la tierra y la cama dos o tres trucos infalibles»-. Es aquí -dijo tocándole el brazo. Quería tenerla en la sombra del corredor de piedra, más allá de los tachos de basura, y decirle que era aquélla la última posibilidad de salvarse, que si no podían quedarse allí ya no había lugar adonde ir y que seiscientas mil personas recorrían la ciudad, andaban por los techos con linternas y fusiles buscándolos.
La sujetó sin apretarla, una mano en cada hombro, ella fue levantando la cabeza hasta recostarla en la pared negra, avanzando la redonda barbilla, y él adivinó que la chiquilina tenía los ojos cerrados y que estaba tranquila, esperando, tan confiada en él como en la noche y la vida, apoyada en su absurda, enloquecida seguridad como en un pedazo de muro.
-¿Estás resfriada? -preguntó Ossorio.
-Un poco.
Para esta noche, J. Carlos Onetti
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No sé cada cuántos segundos y durante cuántos minutos la mujer me estuvo diciendo: «No se retire; llamando», o palabras equivalentes. Y entonces hasta el mismo Matías tuvo que alzar los ojos y apreciar el milagro que se iba extendiendo en la pared que era un planisferio. Vimos encenderse, allí mismo, en Hamburgo, la diminuta lámpara enrojecida; vimos otra que iluminaba Colonia; vimos sucesivamente, a veces con parpadeos, otras nuevas con una segura velocidad inverosímil; París, Burdeos, Alicante, Argel, Canarias, Dakar, Pernambuco, Bahía, Río, Buenos Aires, Santa María. Un tropiezo, un vaivén, la voz de otra señorita: «No se retire, llamando a Pujato, tres uno cuatro».
Matías el telegrafista (cuento), J. Carlos Onetti
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Mauricio se levantó bostezando.
-No estoy arquitectónico, lo siento. Y todo lo que sea esta imbecilidad con olor a señora... Hubo un tiempo en que te habías disfrazado de joven estudiante comunista. Creo que ibas a Filosofía y Letras. Dulce añoranza. Había mañanas en el departamento, cuando bajabas la escalera con la boina en la mano y los libracos. Le robabas los chistes a Wilde. Coincidía con la edad de los perversos. Lorrain y todos esos imbéciles que yo me sabía de memoria. Pero estaba bien, hacías bien el papel. Tambien ahora, también ahora... El que ya no me satisface es el argumentista.
Tierra de nadie, J. Carlos Onetti
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Imposible olvidar que tengo una hamaca por cama, que todas las noches son muy frías, que tengo mosquitero, muchas mantas y algo que llamé edredón: un cobertor relleno de papeles picados. La cama hamaca tiene algo del imaginado perro que me gustaría para juegos y caricias. Cuando me muevo en la noche, la cama se balancea con su conocido vaivén pausado. Acá termina la enumeración de mis tesoros.
Cuando ya no importe, J. Carlos Onetti
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