Cada día...

Me releyó, después, cuatro o cinco páginas del poema. Las había corregido según un depravado principio de ostentación verbal: donde antes escribió <<azulado>>, ahora abundaba en <<azulino>>, <<azulenco>> y hasta «azulillo».

El Aleph, Jorge Luis Borges

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(...) Como que sólo vivimos de contradicciones, y por ellas; como que la vida es tragedia, y la tragedia es perpetua lucha, sin victoria ni esperanza de ella, es contradicción.
   Se trata, como veis, de un valor afectivo, y contra los valores afectivos no valen razones. Porque las razones no son nada más que razones, es decir, ni siquiera son verdades. Hay definidores de esos pedantes por naturaleza y por gracia, que me hacen el efecto de aquel señor que va a consolar a un padre que acaba de perder un hijo, muerto de repente en la flor de sus años, y le dice: <<¡Paciencia, amigo, que todos tenemos que morirnos!>> ¿Os chocaría que este padre se irritase contra semejante impertinencia? Porque es una impertinencia. Hasta un axioma puede llegar a ser en ciertos casos una impertinencia. Cuántas veces no cabe decir aquello de "para pensar cual tú, sólo es preciso no tener nada más que inteligencia". Hay personas, en efecto, que parecen no pensar más que con el cerebro, o con cualquier otro órgano que sea el específico para pensar; mientras otros piensan con todo el cuerpo y toda el alma, con la sangre, con el tuétano de los huesos, con el corazón, con los pulmones, con el vientre, con la vida. Y las gentes que no piensan más que con el cerebro, dan en definidores; se hacen profesionales del pensamiento. ¿Y sabéis lo que es un profesional? ¿Sabéis lo que es un producto de la diferenciación del trabajo?


Del sentimiento trágico de la vida, Miguel de Unamuno

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(...) En la mañana, muy temprano, fui a la Plaza de Bellavista. No iba por ahí desde hacía dos años.  Todo estaba igual, menos la puerta de mi casa que la habían pintado. Toqué y no salió nadie. Toqué más fuerte. De adentro, alguién gritó: "no se desesperen, maldita sea". Salió un hombre y yo le pregunté por la señora Domitila. "Ni sé quién es, me dijo: aquí vive Pedro Caifás, que soy yo." Una mujer apareció a su lado y dijo: "¿la señora Domitila? ¿Una vieja que vivía sola?". "Sí. le dije; creo que sí." "Ya se murió, dijo la mujer; vivía aquí antes que nosotros, pero hace tiempo." Yo les dije gracias y me fui a sentar a la plaza y estuve toda la mañana mirando la puerta de la casa de Teresa, a ver si salía. A eso de las doce salió un muchacho. Me acerqué y le dije: "¿sabes dónde viven ahora esa señora y esa muchacha que vivía antes en tu casa?". "No sé nada", me dijo. Fui otra vez a mi antigua casa y toqué. Salió la mujer. Le pregunté: "¿sabe dónde está enterrada la señora Domitila?". "No sé, me dijo. Ni la conocí. ¿Era algo suyo?" Yo le iba a decir que era mi madre, pero pensé que a lo mejor me andaban buscando los soplones y le dije: "no, sólo quería saber".

La ciudad y los perros, Mario Vargas Llosa

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Joven.
            Se la pondrá el aire oscuro
            jugando al alba en su gruta,
            ligas de raso los juncos,
            medias de seda la luna.
            Dale el velo a las arañas
            para que coman y cubran
            las palomas, enredadas
            en sus hilos de hermosura.
            Nadie se pondrá tu traje,
            forma blanca y luz confusa,
            que seda y escarcha fueron
            livianas arquitecturas.

Así que pasen cinco años, Federico García Lorca

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   La inmoralidad dominaba dentro del vetusto edificio. Desde los administradores de la Diputación Provincial hasta una sociedad de internos que vendía la quinina del hospital en las boticas de la calle de Atocha, había seguramente todas las formas de la filtración. En las guardias, los internos y los señores capellanes se dedicaban a jugar al monte, y en el Arsenal funcionaba casi constantemente una timba en la que la postura menor era una perra gorda.
   Los médicos, entre los que había algunos muy chulos; los curas, que no lo eran menos, y los internos se pasaban la noche tirando de la oreja a Jorge.

El árbol de la ciencia, Pío Baroja

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   El fuerte de Santa Mónica, que en las luchas revolucionarias sirvió tantas veces como prisión de reos políticos, tenía una pavorosa leyenda de aguas emponzoñadas, mazmorras con reptiles, cadenas, garfios y cepos de tormento. Estas fábulas, que datan de la dominación española, habían ganado mucho valimiento en la tiranía del General Santos Banderas. Todas las tardes en el foso del baluarte, cuando las cornetas tocaban fajina, era pasada por las armas alguna cuerda de revolucionarios. Se fusilaba sin otro proceso que una orden secreta del Tirano.

Tirano Banderas, Ramón del Valle-Inclán

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   Hay una calle en alguno de los barrios meridionales de esta corte, que encierra en su breve recinto más aventuras que un drama moderno, y más procesos que el archivo de la Audiencia. Esta calle, conocida harto bien de la policía civil, descuidada demasiado por la urbana, cuenta entre sus moradores cantidad considerable de profesores, industriales y manufactureros, modestos paladines, músicos guitarristas, cantadores en falsete, matronas benéficas, doncellas re-catadas, viajeros berberiscos, viejas mitradas, mozos despiertos, maridos dormidos y muchachos del común.
   No sabré decir a cuantos grados longitudinales se extiende el dominio e influjo de tal calle; pero bien podremos considerarla como centro y emporio del Madrid meridional, que se dilata (según la opinión de los más acreditados geógrafos) desde las Vistillas de San Francisco a la iglesia de San Lorenzo, comprendiendo en su extenso dominio multitud de pequeños estados más o menos independientes o feudatarios, en que varían también las leyes, usos y costumbres de sus respectivos moradores.


«III. El entierro de la sardina». Escenas matritenses, Ramón de Mesonero Romanos

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   Determinaron consultar sus dificultades con un santón viejo, muy famoso en aquella comarca, y que pasaba por el filósofo más sabio de toda Turquía; distaba muy poco su habitación de la huerta de Cándido, y una mañana fresca fueron a verle. Pangloss tomó la palabra, y le dijo:
   -Maestro, venimos a preguntarle para qué fin ha sido criado este incomprensible animal que llamamos hombre.
   -Y ¿quién os mete a vosotros en averiguarlo? -respondió el musulmán.
   -Pero no negará usted, reverendísimo padre -añadió Cándido- que hay una horrible cantidad de mal sobre la tierra.
   -¿Y qué importa -replicó el viejo- que haya mal o haya bien?
   -¿Pues no ha de importarnos, si vivimos en ella? -prosiguió Pangloss-. Y ¿podrá llamarse temeridad el preguntarte (confiado en tu sabiduría) cuál debe ser nuestra conducta, y qué sistema debemos adoptar?
   -Gozar, o sufrir y callar siempre -respondió el derviche.
   -Yo me lisonjeaba de poder platicar contigo -dijo Pangloss- acerca del mejor de los mundos posibles, de los efectos y las causas, del origen del mal, de la naturaleza del alma, de la armonía prestabilita y de...
   El turco cerró su puerta y echó el cerrojo.

Cándido, Voltaire

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   Era imposible concebir un hombre más parecido a su madre. Llevaba un traje de tafetán luctuoso, una camisa de cuello redondo y duro, y una delgada cinta de seda con un lazo, en lugar de la corbata. Era lívido, lánguido, de mirada atónita y labios débiles. El cabello negro, lustrado y liso, partido en el centro del cráneo por una línea recta y exangüe, tenía la misma apariencia postiza del pelo de los santos. La sombra de la barba bien destroncada en el rostro de parafina parecía un asunto de conciencia. Tenía las manos pálidas, con nervaduras verdes y dedos parasitarios, y un anillo de oro macizo con un ópalo girasol, redondo, en el índice izquierdo.


Cien años de soledad, Gabriel García Márquez

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   Al abandonar el bosque donde había dejado a Buda, el Ser Perfecto, y a Govinda, Siddhartha sintió que entre esos árboles abandonaba asimismo su vida pasada, ahora desprendida de él. Esta sensación, que lo llenaba por entero, ocupaba su espíritu mientras se iba alejando a paso lento. Reflexionó hondamente, sumergiéndose en dicha sensación como en aguas muy profundas, hasta tocar fondo, hasta el lugar en que reposan las causas últimas; pues desentrañar las causas últimas era, según él, la verdadera forma de pensar. Sólo así las sensaciones se convierten en conocimientos y, en vez de diluirse, adquieren contenido y empiezan a irradiar lo que hay en ellas.

Siddhartha, Hermann Hesse

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   Emprendí camino de regreso por la calle Saint-Honoré, compadeciéndome de los madrugadores campesinos con los que me cruzaba. Llegado a las proximidades del Louvre, caminé hasta la plaza, en la que me esperaba un extravagante espectáculo. A través de las nubes rápidamente arrastradas por el viento, vi varias lunas que pasaban también con gran velocidad. Al instante pensé que la tierra se había salido de su órbita y que vagaba por el firmamento como un bajel desarbolado, aproximándose y alejándose sucesivamente de diferentes estrellas, que crecían o disminuían de tamaño cada cual a su turno... Durante dos o tres horas contemplé aquel desorden, y acabé por proseguir mi camino con dirección a Les Halles. Algunos campesinos seguían acarreando sus mercancías, y yo me preguntaba: <<¿Cuál no será su sorpresa cuando vean que la noche se prolonga...?>> Sin embargo, los perros ladraban como de costumbre aquí y allá, y los gallos cantaban.

Aurelia o el sueño y la vida, Gérard de Nerval

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      (Y cuando ya casi no se los veía en el fondo de la rue de Nevers, cuando estaban llegando tal vez al sitio exacto en que un camión había aplastado a Pierre Curie (<<¿Pierre Curie?>>, preguntó la Maga, extrañadísima y pronta a aprender), ellos se habían vuelto despacio a la orilla alta del río, apoyándose contra la caja de un bouquiniste, aunque a Oliveira las cajas de los bouquinistes le parecían siempre fúnebres de noche, hilera de ataúdes de emergencia posados en el pretil de piedra, y una noche de nevada se habían divertido en escribir RIP con un palito en todas las cajas de latón, y a un policía le había gustado más bien poco la gracia (...)

Rayuela, Julio Cortázar

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   Maese Santiago- Señor, ya que lo deseáis, os diré francamente que se burlan en todas partes de vos, que nos lanzan cien pullas a cuenta vuestra y que nada los embelesa tanto como morderos y estar murmurando siempre sobre vuestra tacañería. El uno dice que mandáis imprimir almanaques especiales, en los que hacéis duplicar las Témporas y las Vigilias, a fin de aprovecharos de los ayunos a que obligáis a vuestra gente; el otro, que siempre tenéis preparada una riña con vuestros criados en época de aguinaldos, o cuando salen de vuestra casa, para tener así un motivo de no darles nada. (...)

El avaro, Molière

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MAGDALENA


¿Y por qué marcó esa hora
 tan rara? Pudo ser luego...


MENDO


Es que tu inocencia ignora
que a más de una hora, señora,
las siete y media es un juego.


MAGDALENA


¿Un juego?


MENDO


        Y un juego vil
que no hay que jugarle a ciegas,
pues juegas cien veces, mil...
y de las mil, ves febril
que te pasas o no llegas.
Y el no llegar da dolor,
pues indica que mal tasas
y eres del otro deudor.
Mas ¡ay de ti si te pasas!
¡Si te pasas es peor!


MAGDALENA


¿Y tú... don Mendo?


MENDO


              Serena
escúchame, Magdalena,
por que no fui yo... ¡no fui!
Fue el maldito cariñena
que se apoderó de mí.
Entre un vaso y otro vaso
el Barón las cartas dio;
yo vi un cinco, y dije <<paso>>,
el Marqués creyó otro el caso,
pidió carta... y se pasó.
El Barón dijo <<plantado>>;
el corazón me dio un brinco;
descubrió el naipe tapado
y era un seis, el mío era un cinco;
el Barón había ganado.
(...)


La venganza de don Mendo, Pedro Muñoz Seca

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   En efecto, apenas iniciado el otoño, la niña se murió. Doña Clementina sintió un pesar grande, allí dentro, donde un día le naciera tan tierna curiosidad por <<Pipa>> y su pequeña madre.
   Fue a la primavera siguiente, ya en pleno deshielo, cuando una mañana, rebuscando en la tierra, bajo los ciruelos, apareció la ramita seca, envuelta en su pedazo de percal. Estaba quemada por la nieve, quebradiza, y el color rojo de la tela se había vuelto de un rosa desvaído. Doña Clementina tomó a <<Pipa>> entre sus dedos, la levantó con respeto y la miró, bajo los rayos pálidos del sol.
   -Verdaderamente -se dijo-. ¡Cuánta razón tenía la pequeña! ¡Qué cara tan hermosa y triste tiene esta muñeca!

La rama seca (cuento), Ana María Matute

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No va al teatro, como dicen las vecinas, a divertirse. Va por llevar a su hermana, porque la literatura es cosa de su oficio y porque necesita pensar en algo que no sea lo que le da vueltas en la cabeza a todas horas.
   -Y lo que quiere es quitárselo de la cabeza, eso es, porque no se resigna a la desgracia. Le parece una injusticia que a él le haya pasado una cosa así..., que a él le hayan hecho eso -así es como se expresa. Es un caso de egoísmo de los que entran pocos en libra.
   -¡Un caso de egoísmo! En cuanto la gente no se comporta como todos los demás, como el montón, ya es un caso de algo insultante. ¿Qué querría usted que dijese, que esperaba con paciencia la hora de reunirse con ella en la corte celestial?...
   -A mí me es completamente indiferente lo que pueda decir, pero a todos los que le oyeron les resultó escandaloso. ¿No es absurdo que un hombre serio, en ese caso, se pusiera a gritar, <<¡Me han matado! ¡Me han matado!>>...? No lloraba por ella: lloraba por sí mismo. ¿Se puede dar un egoísmo mayor?

Barrio de Maravillas, Rosa Chacel

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   En el café, Gori habla con su habitual vehemencia. Dice, rojo, apoplético:
   -Si no otra cosa, esta guerra habrá traído una gran modificación: habrá implantado los calzoncillos cortos. Después de tantos siglos de llevar calzoncillos largos, ahora la humanidad respira. (...)
   En la mesa de al lado hay un payés que toma café. Se acerca a mi oído:
  -Este señor habla de revolución -dice-, ¿es que hay alguna novedad?

El cuaderno gris, Josep Pla

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(...) lo que sucede es que nacemos junto con muchísima gente, al mismo tiempo, todos entremezclados; es como si uno quisiera mover los brazos y las piernas por medio de hilos, y esos hilos se enredasen con otros brazos y otras piernas y todos los demás tratasen igualmente de moverse, y no lo consiguiesen porque todos los hilos se traban, (...)


¡Absalon, Absalon!, William Faulkner

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   L'amour et la passion sont deux différents états de l'âme que poètes et gens du monde, philosophes et niais confondent continuellement. L'amour comporte une mutualité de sentiments, une certitude de jouissances que rien n'altère, et un trop constant échange de plaisirs, une trop complète adhérence entre les coeurs pour ne pas exclure la jalousie. La possession est alors un moyen et non un but; une infidélité fait souffrir, mais ne détache pas; l'âme n'est ni plus ni moins ardente ou troublée, elle est incessamment heureuse; enfin le désir étendu par un souffle divin d'un bout à l'autre sur l'immensité du temps nous le teint d'une même couleur: la vie est bleue comme l'est un ciel pur. La passion est le pressentiment de l'amour et de son infini auquel aspirent toutes les âmes souffrantes. La passion est un espoir que peut-être sera trompé. Passion signifie à la fois souffrance et transition; la passion cesse quand l'espérance est morte. Hommes et femmes peuvent, sans se déshonorer, concevoir plusieurs passions; il est si naturel de s'élancer vers le bonheur! mais il n'est dans la vie qu'un seul amour.


La Duchesse de Langeais, Honoré de Balzac

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  Mi querido señor Enguidanos, en la Universidad de Texas:
  Es precioso el estudio que usted tiene la bondad de dedicarme. Se titula Azorín en busca del tiempo divinal. Se publica en la meritísima revista Papeles de Son Armadans. Le estoy a usted agradecidísimo. Esta es una carta íntima; podré expresarme libremente en ella; verdad es que puedo caer en la tentación de publicarla. Escribo de noche, elucubro. No porque de noche no tenga ruidos -no los tengo tampoco de día-, sino a causa de que en la noche intempesta es cuando se da el más bajo estiaje vital. Entonces soy conmigo más riguroso, más desconfiado. El tamiz por donde han de pasar las cosas, para el concierto literario -novela o ensayo-, es más espeso. Sí, he leído a Marcel Proust, al hijo y al padre, a Proust y al profesor Proust. El sentido del tiempo depende, para mí, del temperamento. He necesitado yo siempre la melancolía; sólo con la melancolía advierto la hondura -y la plenitud- del tiempo. Habla usted de mi novela Doña Inés, y habla bajo la fe de Julián Marías -tan penetrativo- y con su criterio propio. ¡Cuán lejos está ya doña Inés! Encontró doña Inés su lenitivo en Buenos Aires; no sé si tuvo algún cojijo sentimental, al pensar en la lejana Segovia. Pero ¿y Salvadora de Olbena? ¿Qué hará en Olbena Salvadora? En toda mujer otoñal e inteligente no hay una sola mujer; hay varias mujeres. Es muy difícil estudiar a una mujer que va declinando. Doña Inés es serena; en cambio, Salvadora es -interiormente- desasosegada. Pensando en el caso, yo me desasosiego también. Tal vez si Salvadora de Olbena me lee, en su palacio de la vieja ciudad, en el salón, con las arañas de cristal límpido, tal vez, digo, se reirá, sonreirá.

  Salúdole cordialmente. Azorín.
  Madrid, 29 de diciembre de 1959.

«Carta íntima». Ejercicios de castellano, Azorín

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   Toda cultura nacional es un tesoro que no puede perderse. Sin embargo, un interés profundo en todo lo que de valioso posea cada cultura nacional no debe degenerar en un intento de aislamiento respecto a los procesos objetivos de interacción y aproximación.

Perestroika, Mikhail Gorbachev

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La mayoría de los huéspedes del Hotel Gloriana habían pasado la edad de la jubilación. Gran parte de la vasta población neoyorquina de ancianos vive en Broadway, entre las calles Setenta, Ochenta y Noventa. A menos que llueva o haga mucho frío, ocupan los bancos en torno a las cercas de los pequeños jardines y a lo largo de los enrejados del metro desde la plaza de Verdi hasta la Universidad de Columbia, y llenan las tiendas y las cafeterías, los grandes almacenes, los salones de té, las panaderías, las peluquerías de señoras, las salas de lectura y los clubes. Entre los ancianos del Gloriana, Wilhelm se sentía desplazado.

Carpe diem, Saul Bellow

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