LA SONRISA DE PLA
Hace algunos años, escudriñando los periódicos de la Segunda República, hallé también algunos artículos de Josep Pla. Desgraciadamente quedaron a la sombra de los que llevaban a sus pies los grandes y pesados nombres que componen la Generación del 98 o la del 27. Por este motivo, y quizás otros, he descubierto a Josep Pla hace unas semanas. Frente a mí, asomándose desde la pantalla del ordenador, una fotografía suya. Muy cerca, sobre mi mesilla de noche, El cuaderno gris, que imagino parecido al cuaderno azul tinta que acogía mis poemas infantiles. Todo tiene su momento, es verdad, aunque ahora echo en falta haber sido conducida de su mano en mis primeros viajes a Barcelona y Gerona. ¡Qué lástima no haber descansado en la terraza de un café sabiendo que él, un día, se sentó allí a hacer tiempo; no haber recorrido las calles pensando en sus paseos nocturnos o en sus días de colegio o universidad!
Como gran admiradora de Mª del Mar Bonet, ya había oído hablar –cantar- de todos estos vientos que impulsan continuamente las hojas de este cuaderno gris. Entendedme, mis raíces están en Madrid y el Campo de Calatrava. Aquí los vientos no tienen nombre y ni distinguiríamos unos de otros si no fuera porque a veces soplan vientos fríos provenientes del norte o cálidos que llegan del sur. Aparte de los vientos y de algún otro asunto como los fuertes «ataques de erotismo» que sufrían él y sus compañeros una vez a la semana, o su gusto por el humo del tabaco, Pla me resulta de una emocionante cercanía. Parezco a veces yo misma a pesar de los casi cien años que separan esta redacción de «mi ahora». Lo cuento por la gran curiosidad que Pla manifiesta por saber cómo veríamos las generaciones posteriores este diario; cómo acogeríamos estas impresiones que plasmó en un cuaderno a los veinte años con una maestría más propia de un hombre que ha observado la vida largamente y es capaz de adivinar el futuro, que ha aprendido a sonreír ante las miserias del mundo sin concederles demasiada importancia.
Con Pla transcienden en el tiempo los olores de Palafrugell –naturales, culinarios o de tertulia-, los múltiples matices de las puestas de sol o el mar, la energía gritadora de Historia e historias de las piedras gerundenses, la eterna y efervescente modernidad cultural de Barcelona. La objetividad sincera con que moldea las sensaciones intimistas o describe los ambientes políticos –todos aquellos en que surgían y se desarrollaban las ideas de la época-, es la clave de su sabia madurez.
En la foto, Pla, que se cubre la cabeza con una boina, presenta una sonrisa magnífica por lo entrañable. No sé si en este hombre de edad ya más avanzada quedaría algo del muchacho universitario al que he leído; sospecho que sí, por la sonrisa. De lo que estoy segura es de que el mundo de hoy en día no difiere apenas del que retrata aquel muchacho Pla en El cuaderno gris, un libro prodigioso que ya no puede faltar en mi biblioteca.
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